PRESENTACIÓN
El 29 de noviembre se conmemora el centenario del fallecimiento de Giacomo Puccini, un genio musical absoluto, una personalidad única e inclasificable y un maestro teatral cuyas óperas están entre las obras maestras imprescindibles de la historia de la lírica, y sus personajes y heroínas entre las más célebres y populares. Para conmemorar esta efeméride, ABAO programa de forma íntegra por primera vez en su historia Il Trittico, con el patrocinio de la Fundación BBVA.
Con la muerte como hilo conductor, Il Trittico es una trilogía de tres óperas cortas: Il Tabarro, Suor Angelica y Gianni Schicchi. Inspirándose en la Divina Comedia de Dante Alighieri, Puccini quería que Il Tabarro, trágica y verista, representara el infierno; Suor Angelica, melancólica y lírica el purgatorio; y Gianni Schicchi el cielo, en forma de comedia.
Vocalmente, las tres obras contienen exigencias para los cantantes que participan en ellas y en esta tríada operística participan solistas de la talla de Carlos Álvarez, Ángeles Blancas, Marco Berti, Chiara Isotton, Karita Mattila, Ioan Hotea, Stefano Palatchi, Ana Ibarra, Anna Gomá, Sofía Esparza, o Itziar de Unda, entre los 29 intérpretes participantes en este auténtico tour de force artístico.
Pedro Halffter al frente de la Orquesta Sinfónica de Navarra, será el encargado de dirigir el intenso e increíble lenguaje orquestal y la inmensa paleta expresiva, llena de colores y texturas, que aglutinan tres partituras de ritmo trepidante y enormes contrastes dramáticos.
En escena el estreno de una gran producción de ABAO Bilbao Opera, firmada por Paco Azorín que presenta las tres óperas de forma creativa recreando tres cuadros individuales con una impactante escenografía en movimiento, donde iluminación y proyecciones cobran un papel relevante inspirado en el neorrealismo italiano.
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SINOPSIS
IL TABARRO
En su barcaza, Michele se sienta junto al timón a fumar su pipa y admirar la puesta de sol mientras los descargadores vacían la bodega. Giorgetta, la joven esposa de Michele, ofrece a todos un trago: el día toca a su fin y Michele baja a la bodega. En cubierta, los descargadores llaman a un organillero que pasa junto a la orilla y Giorgetta se pone a bailar, primero con Tinca y luego con Luigi, su amante. Reaparece Michele, el baile se interrumpe y todos vuelven al trabajo. Comienza entonces un tenso diálogo entre marido y mujer, y Michele anuncia a Giorgetta que algunos trabajadores, entre ellos Luigi, se quedarán en tierra cuando parta de nuevo la barcaza. Al fondo, un vendedor de canciones intenta ofrecer su mercancía a un grupo de modistillas, cantando una de sus melodías.
Entra la Frugola, la mujer del Talpa, con un saco viejo sobre los hombros lleno de todo tipo de ropas que ha ido recogiendo; se las enseña a Giorgetta y, al mismo tiempo, la entretiene con tonterías sobre su vida y su gato. Los descargadores han terminado su trabajo y están a punto de marcharse. La Frugola reprocha a Tinca que beba demasiado, a lo que este responde que el alcohol sirve para ahogar los instintos de rebelión; Luigi se muestra de acuerdo. La Frugola sueña con una casita en el campo a la que poder retirarse a vivir con tranquilidad, mientras que Giorgetta y Luigi, por el contrario, alaban la ciudad, donde puede llevarse una vida no tan miserable como la que ofrece el río. La Frugola se aleja junto con el Talpa.
Luigi, cansado de su vida de miseria e incapaz de soportar el tormento de un amor clandestino, pide a Michele que lo desembarque en Ruán. Michele lo disuade y se retira a la bodega. Los dos amantes se quedan solos y conciertan una cita para esa noche: como de costumbre, Giorgetta encenderá una cerilla para indicar a Luigi el momento oportuno para subir al barco. Él se marcha.
Michele sube de la bodega y recuerda a su mujer los tiempos felices de su matrimonio, antes de la muerte de su hijo, cuando solía envolverla en su tabardo. Giorgetta dice que está cansada y entra en el camarote. Michele, que se ha quedado solo, expresa toda su pena y su deseo de averiguar quién es, de entre los descargadores, el amante de Giorgetta. Enciende su pipa con una cerilla y Luigi, desde la orilla, al pensar que se trata de la señal acordada con su amante, corre hacia la barcaza. Michele lo sujeta, le obliga a confesar y lo estrangula, ocultando el cadáver bajo su tabardo. Giorgetta, alarmada por los ruidos, sube a cubierta, pero se tranquiliza al ver a su marido solo. Para ahuyentar las sospechas de Michele, le pide que la envuelva en el tabardo, como en los viejos tiempos; Michele accede, abre el tabardo y acerca violentamente el rostro de su mujer al de su amante muerto.
SUOR ANGELICA
Un monasterio de clausura de finales del siglo XVII. Es una tarde de primavera y las monjas se encuentran en la iglesia. Dos hermanas legas entran tarde, seguidas de sor Angelica, que hace el acto de contrición besando el suelo antes de atravesar la puerta. Terminado el oficio, las monjas se marchan y, antes de comenzar el recreo, la hermana celadora llama a penitencia a algunas hermanas pecadoras. De repente, les llama la atención el agua de la fuente, que, con los últimos rayos del sol, parece dorada. Tras recordar cuánto le gustaba este efecto a la hermana Bianca Rosa, recientemente fallecida, deciden llenar un cubo y llevarlo a su tumba. Los muertos, comenta Angelica, no tienen deseos y esto hace de la muerte una vida hermosa. Los deseos profanos son cosas prohibidas y las hermanas confiesan sus sencillos sueños prohibidos. Angelica niega tenerlos, pero las otras susurran que no es cierto, ya que ha sido encerrada en un convento por su noble familia, de la que nunca ha dejado de desear tener noticias.
Las interrumpe la monja enfermera, que pide ayuda a Angelica, experta en el uso de hierbas medicinales, para curar a una hermana a la que han picado las avispas. Llegan otras hermanas cargadas de provisiones. Una de ellas, intrigada, pregunta quién es el visitante de la magnífica berlina que se encuentra delante de la puerta. Las otras responden que aún no ha aparecido nadie, pero Angelica adivina que la visita es para ella. En efecto, poco después, la abadesa anuncia la llegada de la Tía Princesa. Esta, desde la muerte prematura de los padres de Angelica, se encarga de la custodia de los bienes familiares y de la educación de los hijos. Ahora ha venido al convento para obtener el consentimiento de su sobrina para la división patrimonial que va a llevarse a cabo con motivo de la boda de la hermana pequeña de Angelica.
Cuando esta pregunta el nombre del novio, su tía, gélida, le responde que es un hombre que ha perdonado la vergüenza con que ella ha mancillado el honor de su familia. Angustiada por esta respuesta, Angelica pide que le hable sobre la causa inocente de su desgracia: su hijo ilegítimo, cuyo nacimiento siete años antes la condenó a una existencia de expiación sin fin. La princesa le informa fríamente de que el niño murió hace ya dos años. Angelica, desconsolada, cae al suelo entre sollozos y luego, serenándose, se arrastra hasta la mesa y firma el documento que le muestra su tía.
Tras quedarse sola, Angelica piensa en su hijo muerto, que nunca llegó a conocerla. Le habla y le pide que interceda ante la Virgen para que le permita reunirse con él. En un momento de gracia, parece iluminada por una visión mística y gozosa. Cae la noche, Angelica se retira, como las demás monjas, a su celda. Pero al cabo de unos minutos, sale de nuevo al claustro, recoge hierbas venenosas en su jardín, prepara una infusión con ellas y se la bebe. Al recobrar repentinamente la lucidez, se da cuenta de que será condenada por haberse quitado voluntariamente la vida. Entonces suplica desesperadamente perdón por haber perdido la razón en un momento de dolor extremo. Finalmente, se produce el milagro. Aparece la Virgen, solemne y luminosa, que empuja dulcemente a su hijo hacia la monja moribunda.
GIANNI SCHICCHI
En una gran cama con dosel, con cuatro candelabros encendidos a cada lado, yace Buoso Donati, recientemente fallecido. Pero los lamentos de los familiares duran poco, interrumpidos por la fundada sospecha de que Buoso se ha olvidado, en su testamento, de sus propios parientes. De hecho, se rumorea que ha dejado todo su patrimonio a los frailes. Preocupados, los parientes piden la ilustrada opinión de Simone, que fue durante un tiempo juez de Fucecchio. Él responde que si el testamento ha sido entregado a un notario, el problema es irreparable; si, por el contrario, el documento se encuentra en la casa, las cosas podrían tomar un rumbo muy diferente. Rinuccio piensa en su novia, con la que está deseando casarse el 1 de mayo.
De repente, Rinuccio grita jubiloso que ha encontrado el famoso rollo de pergamino y aprovecha el alboroto de la familia para pedir el consentimiento para su boda. Todos lo leen ansiosamente, con la respiración contenida. Pero la esperanza de heredar se convierte enseguida en una amarga desilusión, ya que Buoso ha dejado todo su patrimonio al monasterio. Rinuccio aconseja a los parientes que acudan para que les ayude al padre de Lauretta, y su futuro suegro, Gianni Schicchi, una persona astuta y de extrema sagacidad. Mientras los parientes discuten, entra corriendo Gherardino, anunciando la llegada de Gianni Schicchi, que ha sido llamado por Rinuccio.
Gianni Schicchi entra con su hija Lauretta y pregunta irónicamente si Buoso ha mejorado, dada la desolación de los familiares. Al enterarse de su muerte, se burla de todos ellos y añade rápidamente: “¡Se pierde a Buoso, pero está la herencia!” Ahora la furia de los familiares estalla sin freno, con un solo grito de amargura: “¡Desheredados! Sí, sí, ¡desheredados!” Vuelve a estallar una disputa por la boda de Rinuccio y Lauretta, que carece de dote. La muchacha se dirige suplicante a su padre, al que finalmente se le ocurre la idea: hay que fingir que Buoso sigue vivo. Se hace enseguida la cama y se traslada el cuerpo del difunto a otra habitación para que Gianni Schicchi ocupe su lugar. Justo entonces llama a la puerta Maestro Spinelloccio. El médico viene a interesarse por el estado de salud de Buoso: ha mejorado, mienten a coro los parientes. Y Gianni Schicchi, imitando la voz de Buoso, ruega al médico que le deje descansar, pidiéndole que vuelva por la noche.
Llega entonces el feliz desenlace de la estratagema: hay que llamar inmediatamente al notario, pues Buoso ha empeorado y quiere hacer testamento de inmediato. Al estar la habitación a oscuras, no se dará cuenta de que no es él, asegura Gianni Schicchi. Entusiasmados con esta idea, los parientes aclaman a Gianni Schicchi y Rinuccio, inflamado por la esperanza de casarse por fin con su Lauretta, corre en busca del notario. Todos se abrazan y se besan con gran entusiasmo.
Regresa Rinuccio y anuncia por fin la llegada del notario con dos testigos. Oculto por las cortinas de la cama, Gianni Schicchi se excusa diciendo que le hubiera gustado escribir el testamento de su puño y letra, pero que, desgraciadamente, su parálisis se lo impide. A continuación, dicta sus últimas voluntades: funerales sencillos y sin adornos. Una modesta ofrenda a los frailes de Santa Reparata. Semejante lucidez, a punto de morir, suscita la admiración de todos. Y Gianni Schicchi continúa impertérrito con las cláusulas del testamento, asignando a cada uno de los parientes una parte de la herencia. Sin embargo, quedan por repartir los bienes más codiciados: la casa, la mula y los molinos de Signa. Y, en este punto, Gianni Schicchi, burlándose de los incrédulos parientes, se asigna impúdicamente a sí mismo todas esas propiedades. La cólera de los parientes no tarda en estallar, pero Gianni Schicchi hace callar a todos, refiriéndose a la pena que corresponde a los ladrones: “Adiós, Florencia, adiós, divino cielo, yo os saludo...” Finalmente ordena a Zita que entregue cien florines de su propio bolsillo al notario y veinte a los testigos, que lo bendicen emocionados.
Al quedarse a solas con Gianni Schicchi, los parientes lo atacan furiosamente, pero él coge el bastón de Buoso en la cabecera de la cama y les golpea sin cesar. Los parientes, en su huida, intentan apoderarse, no obstante, de todo lo que pueden, y acaban abandonando la casa. Cuando el alboroto se ha calmado, Rinuccio y Lauretta aparecen en la terraza bañada por el sol. Los dos jóvenes se abrazan con ternura, recordando su primer beso, cuando Florencia parecía un paraíso a sus ojos. Regresa Gianni Schicchi y, al ver a su Lauretta y a Rinuccio abrazados y felices, en un nuevo día primaveral, sonríe conmovido, exclamando: “Díganme, señores, si los cuatrines de Buoso podrían haber tenido un destino mejor”. Y con una astuta aquiescencia, añade: “Por esta excentricidad me han mandado al infierno... y que así sea”, aunque confía en que el público, “con licencia del gran padre Dante”, le conceda la atenuante.